
Sin duda siempre he creído en la existencia de horribles seres que se pegan en el cerebro en la media noche y no te dejan dormir, se ríen, cenan y ven la tele en tu cuarto. Luego hacen una telaraña en el techo y brincotean arriba de ti, te hacen gestos, gozan ver cómo te tapas con las sábanas y les fascina que el miedo se te note por encima de la tela. A veces mis monstruos nomás se me quedan viendo, otras no aparecen y deciden amontonarse en mis sueños. Por más que los evito, llegan... son pacientes, no importa cuánto los haya evitado, siempre están ahí.
Se metamorfosean: unas veces llegan en forma de grandes olas que me ahogan, otras, simplemente son la daga que provoca mi lenta muerte y que hace que sienta cómo las tripas se me salen. Y ayer, llegaron como seres humanos: Flacos, blancos, ojos azules y desgarrados de la piel. Les colgaban los pellejos, manchados de sangre. Jirones de miedo circulaban en su aura azul.
Algo extraño sucedía en mi sueño: la guerra había alcanzado al Apocalipsis; así que la muerte era la gran dueña y señora. Los sobrevivientes eran contados y vivían en un majestuoso desierto. El panorama era cubierto por edificios derrumbados y parecía que había pasado mucho tiempo. Sin embargo, su ropa era café y empolvada, como si apenas hubieran salido de las fauces de un terremoto.
No había espejos, ningún reflejo de su anatomía, así que no había identidad para nadie; no les quedaba otra más que reconocerse en el de al lado. Pero eran soberbios, vanidosos, y aunque jodidos, no veían nunca más allá. Sus trajes les quedaban cortos, como sus sueños. Lo más sorprendente es que atrozmente se comían unos a otros. Les excitaba llevarse a la boca a los de su propia raza.
Perseguían a todo aquel que no oliera a polvo o que se diera cuenta que estaban despellejados. Vivían bien sin saber lo que eran, se habían acostumbrado a no ver la piel ensangrentada, recordaban cuando era tersa, sin manchas ni desgarres. Por eso cuando uno de pronto se horrorizaba de ver la realidad, se lo comían lentamente, porque no lo mataban, ni siquiera lo herían. Lo lamían pacientemente por meses, hasta llegar a los tuétanos.
...Yo sólo vi dos, pero con eso tuve, porque de pronto viajaron a mi cuarto. Los observé con una admiración adormilada. De repente mis ojos voltearon al espejo que sí hay en mi recámara. Grité de terror, era como ellos, mi cuerpo se había convertido en un montón de pellejos descoloridos. Se dieron cuenta, y comenzaron a perseguirme. Con el miedo en las piernas, corrí fuertemente, sudé frío.
Con una especie de éxtasis sofocado en la nariz, mis ojos se abren repentinamente. El día ha comenzado, los mostros sólo existen de noche, en los sueños. Ahora no es necesaria su presencia, nosotros hacemos su trabajo. Así debe ser, en todos los oficios hay doble turno.