Wednesday, December 20, 2006

AMOR EN TRES TIEMPOS...


I. Uno
La reproducción de las ranas siempre había sido un tema tedioso para Fabiola, la cual ocupaba esas dos horas de clase de biología en hacer algo mucho más divertido: mandar recados al que estuviera delante de su banca. Era toda una hazaña, ya que tenía que evitar la mirada repulsiva del “renacuajo” del profe, que parecía encarnación de Yoda, nomás que más flaco y con una voz tipluda que iba ah doc con su eterno discurso sobre batracios.
Esa mañana estaba más adormilada que otros días, se había desvelado la noche anterior bajando canciones de internet, porque era una púber maniaca de la música y de la famosa red. Entonces ahora estaba desconectada, pero no sólo de la computadora, sino también del diminuto salón del 3ero B de secundaria. Así que decidió ocupar su cuaderno en algo más provechoso que escribir sobre lo que decía el Yoda; y se disponía a hacer su primer garabato cuando sintió una ligera sacudida en el hombro. Volteó un poco su rostro y vio la mano de su compañero de atrás, que le deslizaba un montoncito de fotos.
Enseguida que las recibió, sintió una punzadita abajo del vientre. Las tomó con decisión y las colocó en su libreta. Fue pasándolas una por una, su pupila se dilataba cada que veía una foto distinta. No podría definirlas, era un juego de sombras, luces y piel, porque estaba segura que eran humanos, nada más que no se notaba qué parte del cuerpo mostraban. Algunas formas eran redondas, otras más puntiagudas, algunas lisas y otras tenían texturas como paisajes de arena esculpidos por aire.
Mientras el profesor explicaba la copulación de animales, a Fabiola le escurría la curiosidad por debajo de la falda y tuvo la necesidad de rascársela con las piernas muy unidas. Le creció la respiración y su mente vaciaba imágenes explosivas en todo el organismo. Su sangre pronto se volvía vómito de agitación.
Los párpados se cerraron, sus oídos se volvieron ciegos ante el discurso del maestro. No tuvo tiempo de tranquilizar la boca que por dentro se le hacía agua y que se le revolvía lentamente con la voz que no salía. Quedito, lentito; subía y bajaba su impulso de calor en el ombligo. Su cuerpo comenzó a rezar el rosario que nadie le había enseñado pero que curiosamente se sabía de memoria. El santuario de su humedad no se conformaba con mojarla, sino que improvisaba oraciones inefables.
Viajó con las sombras de las fotos que no mostraban lo que ella ya había imaginado, se metió en el fanstasma de un rostro que no acababa de definirse pero que había trazado los olores de su excitación. Dedos de luz le atravesaban los poros, la elevaban y la fotografiaban. Se vio frente a la cámara, el flash fue su destello entre las piernas.
El sonido de la campana llegó al mismo tiempo que su última taquicardia púbica. Se anunciaba el final de la clase. La voz del Yoda seguía inundando el salón, mientras ella abría los ojos completamente sorprendida de lo que acababa de descubrir.
Otra vez, los sapos... -¿o eran ranas?- habían cumplido su ciclo. Ella lo estaba empezando...





II. Dos
Lorenzo se encontraba a más de 80 kilómetros de su pueblo pero estaba a 2 metros de aquel escultural ángel que no sabría cómo definirlo. Él realmente no sabía mucho de absolutamente nada. Así que llegar a la ciudad era todo un acontecimiento.
Esa noche estaba a punto de regresar al cuartucho que tenía por casa. Estaba agotado, iba arrastrando los pies, y tener que atravesar el zócalo era una verdadera tortura. Porque en el pueblo, cuando estaba cansado, siempre era un consuelo mirar las estrellas que eran su mejor regalo nocturno. Pero aquí... nada, arriba había una gran masa grisácea que no distinguía la noche del día.
Este sábado todo era diferente ya que había un concierto, así que la gente pululaba. De pronto, chocó con unos tacones dorados que le hicieron subir la cabeza y toparse con unos ojos más profundos que su cielo. Un retumbar en el cuerpo hizo que su boca soltara una palabra cortada
-Hola
No recibió respuesta, así que prefirió no hablar y optó por admirar a su ángel caído. Contempló su cabellera rubia que parecía de muñeca. Se dio cuenta que tenía exactamente la misma cantidad de maquillaje que un payaso, pero repartido de tal forma que se veía extraordinaria.
Decidió insistir en el saludo:
-Hola
Por fin este ser de luz volteó lentamente hacia él.
-Hola
-Está bonita la música ¿verdad? Preguntó Lorenzo un poco más entusiasmado por captar su atención
-Sí
-¿Cómo se llama usted?
-Alondra
-Qué bonito. De dónde es?
-De aquí de la ciudad... tú no, ¿verdad?
-No
-Sí se nota
-¿Y eso?
-Aquí notamos luego luego a los provincianos ...Y... ¿acabas de llegar a la ciudad?
-Sí, tengo poquito señorita
-¡¡Ah!! Jejejeje
-¿Qué? ¿De qué se ríe?
-“Señorita”, jejeje
-Ah... perdone usted... señora
-¡Ah! ¡¡Señora!! jajajajajajaja
-Bueno, será que es viuda
-Digamos que soy todas esas
Lorenzo entendió muy bien la situación porque era ingenuo, pero no tonto. Sabía de la vida, y en su pueblo había conocido gente como Alondra, de esa que da amor a cambio de dinero. Sin embargo, quiso seguir escuchando a tan fabuloso ente.
-Te has quedado muy calladito, provinciano. Parece que te disgustó algo que dije
-No, no, cómo cree... sólo me quedé pensando un poco
-¿Ah sí? ¿y qué pensabas?
-Que... tal vez... usted pueda, bueno, no sé, ir conmigo a...
-Está bien, ¿dónde es?
Sorprendido por la rapidez, Lorenzo dio unos pasos hacia atrás, causando risa a Alondra
-¿Te estás echando pa’tras? Ay, ustedes los pueblerinos sí que son coyones
-No, no, nomás estoy agarrando vuelo
A Alondra le agradó esa expresión y finalmente Lorenzo se decidió: la tomó de la mano y dirigió su mirada y sus pasos hacia el cuartucho que por primera vez se iluminaría celestialmente. En todo el camino sólo los acompañó la música que se hacía cada vez más tenue. No hablaron, sólo respiraron lado a lado.
Por fin llegaron. Lorenzo abrió la puerta, la invitó a pasar, y a partir de ahí todo fue como un sueño vertiginoso, embriagador. Alondra comenzó a quitarse la blusa rápidamente, hecho que mareó al pobre provinciano que esperaba un poco más de lentitud. Sin embargo estaba tan maravillado que dejó que su ángel fuera apostol de su capitalino ritual.
-Te voy a hacer tocar el cielo – le susurró al oído
-Ya lo hiciste – respondió él
Cariñosamente, Lorenzo tomó a Alondra por la cintura y quitó lentamente su falda...
-Tú y yo somos iguales, por eso te gusté- afirmó la exótica belleza
Lorenzo sintió crecer a Alondra, exactamente igual que él. Dio un salto atrás, absolutamente abrumado con la imagen, sin embargo, ese cuerpo escultural era más bello desnudo que vestido. Se recostó en la cama, cerró los ojos y sintió el calor de su compañero a un lado de él. Era un amante del cosmos, no podía desaprovechar la oportunidad de sentir la vía láctea entera bañando su espalda...





III. Tres
Se presentaba blanca, pura, fina y delgada. Alicia no pudo sostenerse erguida en cuanto la tuvo en frente y se inclinó un poco hacia ella para acariciar su transparente piel. Sin embargo la frialdad de su compañera la inutilizó en un espasmo frío de desentusiasmo. Suspiro, agachó la cabeza y dejó caerse sobre el suelo.

Sin esperarlo, la otra también cayó a su lado. Entonces Alicia se decidió. La tomó entre sus manos y comenzó a recorrerla con sus dedos. Sin hablar le dijo que le hacía falta, que tenía mucho tiempo sin oirla temblar. Era su reencuentro después de meses de tenerla alejada. Tal vez la presión, la depresión y la suspensión de la inspiración ... tal vez todo junto.

Pero era verdad que la extrañaba. Se lo susurró, acercó sus labios, le suplicó un perdón. La otra callada, fría, estática. Alicia derramó una lágrima, la manchó de agua salina. No importó. La levantó junto con ella con tal cuidado que parecía que iban a bailar por primera vez muy cerca la una de la otra.

Antes de darse cuenta él estaba ya en la habitación. Quién sabe cuánto tiempo estuvo presente durante la escena del reencuentro. Pero la observaba atento esperando a ser parte también del nuevo ritual que parecía iba a empezar.

Ella dejó que él tomara la iniciativa. Sus dedos se entrelazaron entre la larga cintura inacabable de él. Los tres comenzaron la ya seductora rutina de estar juntos. Siempre en una armonía que hacía que ni el aire de la habitación quisiera soplar.

La forma de tocarse era usualmente la misma: primero él tocaba a Alicia hasta que ella sentía su filosa textura en su piel. Después la amante blanca dejaba que ambos la penetraran y la mancharan de orgasmos negros, de vez en cuando combinados con lágrimas que la dejaban inútil para darse con otro ser.

Pero esta vez Alicia ya no recordaba cómo acariciar a nadie y comenzó torpe. Hacía intervalos largos y tristes que retumbaban en la dura mesa que protagonizaba la pequeña orgía entre los tres.

Poco a poco las manos fueron haciendo solas su labor y Alicia sin darse cuenta estaba de nuevo en acción, perdida en ese acto de amor que sólo ella conocía.

Las curvas de las palabras eran cada vez más fluidas y sensuales. Esa hoja de papel estaba más suave también y el lápiz ya le había manchado las yemas. Ahora sí estaba completamente embriagada; su inspiración había llegado y le estaba haciendo el amor...

Saturday, October 07, 2006

MOSTROS

I. De los que se pegan en la pared


Sin duda siempre he creído en la existencia de horribles seres que se pegan en el cerebro en la media noche y no te dejan dormir, se ríen, cenan y ven la tele en tu cuarto. Luego hacen una telaraña en el techo y brincotean arriba de ti, te hacen gestos, gozan ver cómo te tapas con las sábanas y les fascina que el miedo se te note por encima de la tela. A veces mis monstruos nomás se me quedan viendo, otras no aparecen y deciden amontonarse en mis sueños. Por más que los evito, llegan... son pacientes, no importa cuánto los haya evitado, siempre están ahí.
Se metamorfosean: unas veces llegan en forma de grandes olas que me ahogan, otras, simplemente son la daga que provoca mi lenta muerte y que hace que sienta cómo las tripas se me salen. Y ayer, llegaron como seres humanos: Flacos, blancos, ojos azules y desgarrados de la piel. Les colgaban los pellejos, manchados de sangre. Jirones de miedo circulaban en su aura azul.
Algo extraño sucedía en mi sueño: la guerra había alcanzado al Apocalipsis; así que la muerte era la gran dueña y señora. Los sobrevivientes eran contados y vivían en un majestuoso desierto. El panorama era cubierto por edificios derrumbados y parecía que había pasado mucho tiempo. Sin embargo, su ropa era café y empolvada, como si apenas hubieran salido de las fauces de un terremoto.
No había espejos, ningún reflejo de su anatomía, así que no había identidad para nadie; no les quedaba otra más que reconocerse en el de al lado. Pero eran soberbios, vanidosos, y aunque jodidos, no veían nunca más allá. Sus trajes les quedaban cortos, como sus sueños. Lo más sorprendente es que atrozmente se comían unos a otros. Les excitaba llevarse a la boca a los de su propia raza.
Perseguían a todo aquel que no oliera a polvo o que se diera cuenta que estaban despellejados. Vivían bien sin saber lo que eran, se habían acostumbrado a no ver la piel ensangrentada, recordaban cuando era tersa, sin manchas ni desgarres. Por eso cuando uno de pronto se horrorizaba de ver la realidad, se lo comían lentamente, porque no lo mataban, ni siquiera lo herían. Lo lamían pacientemente por meses, hasta llegar a los tuétanos.

...Yo sólo vi dos, pero con eso tuve, porque de pronto viajaron a mi cuarto. Los observé con una admiración adormilada. De repente mis ojos voltearon al espejo que sí hay en mi recámara. Grité de terror, era como ellos, mi cuerpo se había convertido en un montón de pellejos descoloridos. Se dieron cuenta, y comenzaron a perseguirme. Con el miedo en las piernas, corrí fuertemente, sudé frío.
Con una especie de éxtasis sofocado en la nariz, mis ojos se abren repentinamente. El día ha comenzado, los mostros sólo existen de noche, en los sueños. Ahora no es necesaria su presencia, nosotros hacemos su trabajo. Así debe ser, en todos los oficios hay doble turno.